Ella y las abejas
A Ella y a las abejas.
Se desvanece la tarde. El sol desapareció hace un tiempo ya, tras unas formaciones fantasmagóricas violáceas que desbordan en nubes las crestas de las montañas. El viento del noroeste amenaza. De allí suelen venir las tormentas.
Es diciembre. Ya han comenzado a explotar las colmenas. Dicen los que dicen que saben, que por esta zona de montaña no es posible multiplicar las colmenas. Que hay que irse a zonas más tempranas, que para eso el valle medio, que aquí no.
Es diciembre y estamos haciendo unos bonitos núcleos que ya se han fecundado. Estas colmenas ya llevan más de 10 años en estos parajes, están adaptadas. Y los hacemos porque creemos que, en verdad, la opinión técnica muchas veces es fruto de una sumatoria de datos ordenados, sumados y fatalmente divididos que arroja un algoritmo que pretende certeza, pero que a veces no sabe de abejas, de ríos fríos y de flores invisibles. ¿De dónde están trayendo ese polen? ¿De dónde el néctar que se hace esquivo a nuestros ojos?
La noche se cae en torrentes bíblicos y parece imposible que con la tarde de sol que aún me duele en la piel, todo se haya puesto helado. Entre sueños pienso que el paraíso no puede ser mejor lugar que este.
La carpa, aguanta el viento y el agua. Nosotros adentro felices de ser parte privilegiada de esa tormenta explosiva de primavera, en ese bosque que da cobijo y paz.
De madrugada, ocurre lo imprevisto. Aquello que siempre sabemos que va a ocurrir algún día, pero entrecerramos los ojos y ahuyentamos esos fantasmas lúgubres de nuestra escena. Pocos días antes de cumplir sus 85, se despidió de nadie, y así sin avisar, sin hacer ruido, casi sin que alguien se diera cuenta, ella partió. Tal como vivió, dejando su aura angelical, transformando el mundo a fuerza de deber seres, de compromiso con su gente, y con aquella otra que simplemente se acercaba a su puerta, y ella, estrechaba su mano.
Hoy aquellos núcleos han parido colmenas.
Yo me he parido nuevamente, en la extraña soledad de la compañía de quienes ya no están.
Recuerdo aquella mano ayudando a escribir los primeros garabatos. La que estiraba los pantalones hasta el infinito mientras crecía. Recuerdo aquella mirada cómplice e irreverente que arriesgaba silencios, donde nadie osaba poner palabras. Me estremece el recuerdo de su fortaleza para acompañar los padeceres propios y ajenos, y no haber recibido siquiera un poquito de esa garra para recibir estoicamente los dolores de la vida.
Los diluvios ayudan a limpiar el aire, ayudan a los ríos, a los lagos y fundamentalmente les dan vida a las flores de esta zona. Por momentos estepa, por momentos tierra de arroyos blancos, la falda de la cordillera se vuelve muy sensible a la falta de agua. Nuestras abejas son ingeniosas en la búsqueda de su alimento, pero para hacer una diferencia, necesitan unas buenas lluvias cada tanto y sol. Nuestras temporadas son extremadamente cortas si las comparamos con las regiones al norte de nuestros 39° sur y casi mil msm. La época fuerte se reduce a dos meses entre las segundas quincenas de diciembre y de febrero. Flor Azul, Neneo, Yaqui, Manzanos silvestres, Campana de oro, Tabaco del indio o Limpia poto, Sauces a la vera del río, Diente de león, Cardas y otras pequeñísimas bellezas que aparecen y tal vez no el próximo año.
Ella pudo caminar estos caminos, tan lejanos a su hogar de siempre. Pudo saber de las mañanas frescas con ese sol remolón para calentar el día. Vino con él, cuando ambos aún recorrían los senderos de su preciosa vida en comunión.
Se maravillaba con los colores del bosque, se apenaba con la barba de viejo que colgaba generosa de los Coihues, los Ñires y las Araucarias. Pensaba que era una plaga que los dañaba y supongo que no me creía del todo cuando le explicaba sobre las nuevas sexualidades y que la juntada de algas y hongos generaban esos líquenes, que sólo crecen en lugares donde aún no hemos llegado a contaminar suficientemente con nuestra presencia de especie pretendidamente soberana.
Amaba los arroyos a los que jamás se metía por temor reverencial a las crecientes repentinas aprendidas en sus viajes de niña a Córdoba. Pareciera ser que los arroyos están predestinados a crecer en forma tan voraz que pueden llevarse a los niños y a sus familias desprevenidas en un breve instante. Pero tampoco superaba el agua marplatense sus tobillos en ningún caso, así que supongo que lo de la creciente era una justificación intelectual a la sensación de displacer que le significaba la irreverencia de las aguas heladas.
Podía ser inmensamente feliz simplemente con un trozo de panal desbordante de miel. Esa nave increíble que la llevaba con su madre y su padre de inmediato y por al menos un rato una sonrisa era testigo íntimo de la ceremonia del placer de comer.
Me mostró el desgarro que producía la mentira y la infinita paz que generaba ser buena gente. Me enseñó de la paciencia, la constancia y la prudencia. Quienes me conocen quizás adviertan todo lo que no he aprehendido.
Quizás las abejas sean un buen testimonio de ella, quien nunca puso una pinza en la colmena, pero me enseñó, como ellas, que la vida es simple, que cada uno sabe lo que tiene que hacer para ser solidarios con nuestra gente. Que hay un interés superior al individual, que es el del colectivo, el de la familia, el de la comunidad.
Por: Pedro Kaufmann secretario@sada.org.ar