Soberanía Alimentaria desde la apicultura

La soberanía comienza por la boca 

Eduardo Galeano. Las venas abiertas de América Latina 

En los campos olvidados, donde el sol acaricia la tierra y el viento susurra secretos, la apicultura resiste. No es solo miel lo que brota de las colmenas, es la esperanza de una vida, que, a borbotones, se niega a ser borrada. 

La soberanía alimentaria no es un capricho, no es un concepto vacío. Es un grito de lucha. Porque alimentarse es una necesidad, pero decidir qué comer, cómo producirlo, en qué sitio y de qué forma, es un acto de resistencia. 

Las abejas, con su danza incansable, no solo polinizan flores, también dibujan sueños, entrelazan comunidades y generaciones con su tierra. 

El apicultor, con manos agrietadas por el trabajo, no solo cosecha miel, cosecha dignidad. Vende directamente, sin intermediarios, y en ese acto, transforma la economía, acorta distancias, enaltece la labor. 

Las organizaciones gremiales, las cooperativas, son el faro en la tormenta. Han de ser la voz de los apicultores, la fuerza para desafiar al poder. Porque transformar el sistema alimentario es también democratizar los caminos de comercialización, es darnos el acceso a los alimentos a todos. 

Y en ese horizonte, las abejas, con su labor callada, nos enseñan que la verdadera riqueza está en esa conexión, en ese proceso colectivo que crea alimento, diversidad y vida. 

¿Qué une a los apicultores sino las abejas y las flores? 

Lejos de una mirada bucólica, aunque no carente de utopía, hacer apicultura es un acto de resiliencia comunitaria activa que debe resignificarse.  Es preciso poner en especial consideración que tanto flores como abejas se encuentran en un proceso sistemático de disminución. 

Así como flores y abejas han nucleado a lo largo del tiempo a los apicultores, hoy no debe ser la excepción.   

Flores y abejas desaparecen víctimas de un modelo agroindustrial ecocida1. Modelo ponderado por el poder hegemónico, con falacias heroicas como que Argentina produce alimentos para 400 millones de personas.  Argumento escuchado hasta el hartazgo en boca de políticos y empresarios del agronegocio,2 y que debe necesariamente contrastarse con un país de 45 millones de habitantes en donde el acceso a los alimentos se ha vuelto un albur para la mitad de la población. 

Es este modelo que produce granos de soja y maíz que son utilizados para producir agrocombustibles y forraje para ganado ajeno. Parecen alimentos, pero no lo son, en realidad se trata de comodities3. El haber convertido a los alimentos en comodities tiene como consecuencia quitar todo el valor intrínseco, político y cultural del alimento para reducirlo a una simple mercancía. El manejo ancestral de las semillas y su intercambio entre manos campesinas, la tradición del cultivo, la posesión de la tierra por quien la trabaja, de los medios de producción a su alcance, la comercialización del alimento como cultura de un pueblo, todo ello se desgaja en esos gramos transgénicos y tóxicos que se procesan en factorías lejanas, para provecho de otros, y marginación de muchos.  

Este modelo por cierto enriquece a unas pocas familias a expensas no sólo del hambre del conjunto social, sino de la devastación del ambiente y los más de 500 millones de litros de agrotóxicos que vuelcan en las semillas, el aire, el agua y la tierra cada año. Tóxicos que han disparado en nuestra comunidad problemas graves de salud por ser cancerígenos4, disruptores endócrinos5, y motivo de incremento de patologías autoinmunes.6 Argentina además se encuentra entre los 10 países con mayor índice de desforestación.7 Claro que esto no ocurre solo en la Argentina, lo cual da cuenta de la terrible realidad global. Dice Robert Watson, presidente de IPBES “La salud de los ecosistemas de los que nosotros y todas las demás especies dependemos se está deteriorando más rápidamente que nunca. Estamos erosionando los cimientos de nuestras economías, medios de vida, seguridad alimentaria, salud y calidad de vida en todo el mundo».8 

Pero como decía, en Argentina y en nuestra Latinoamérica es aún peor.  Tomemos como ejemplo el actual herbicida universal, el glifosato.  Nuestra ley tolera en agua potable 3000 (tres mil) veces más glifosato que la legislación europea. ¿Es que acaso somos superhumanos resistentes, o solo somos receptores de una política global que privilegia los intereses corporativos de determinadas empresas por sobre el interés ciudadano? Una situación similar se vive en el resto de Latinoamérica. Un caso testigo puede ser Brasil que consume el 20% de todos los agrotóxicos a nivel mundial fundamentalmente asociados a sus cultivos de soja, caña de azúcar y maíz. Y los resguardos ,o la falta de ellos, que ofrecen sus oficinas regulatorias nos conducen a un escenario similar al caso Argentino.9 En Uruguay se admite un valor de glifosato en agua potable 7000 veces mayor que en Europa.10 En Chile, el particular sistema de concesiones del Código de Aguas de la dictadura deja el recurso estratégico bajo la tensión propia del mercado.11 Ni la norma chilena de calidad de agua,12 ni la peruana miden siquiera glifosato en el agua potable.13 Tampoco lo hacen Paraguay, México, Venezuela, ni Cuba. Como excepción, la norma de Bolivia copia los valores europeos, pero carece de los mecanismos de control que los garanticen.14 

Si flores y abejas desaparecen, debe ser este el eje fundante de la conciencia del conjunto de los apicultores, pero no para liderar una guerra épica contra los dueños del agronegocio, sino para compartir esta realidad con el resto de la comunidad.  Pues como sabemos, siete de cada diez alimentos que nuestras familias llevan a la mesa cada día proviene del disciplinado trabajo de polinización, en especial de las abejas con las cuales convivimos.  Somos en esencia parte de ese acto iniciático cultural del proceso de producción de alimentos. Y en ese acto está inscripta nuestra historia, nuestra cultura y nuestra supervivencia como comunidad.  

Nuestros vecinos son entonces nuestros aliados.  En términos de dialéctica capitalista, los consumidores. Pues son ellos los que deben saber fundamentalmente que cuando disminuyen las flores y las abejas, una crisis alimentaria se aproxima. 

No será un virus o una manga de langostas lo que nos mate.  Será la propia acción de las empresas globales, las dueñas de las semillas de diseño manipuladas genéticamente y las mismas que venden el cóctel de agrotóxicos asociado. 

Es nuestra comunidad, los “consumidores”, los que pueden y deben saber elegir entre alimentos y mercancías, entre lo que le hace bien a la gente y al ambiente o aquello que sólo enriquece a unos pocos en perjuicio de las mayorías. Cuando más del 80% de la riqueza que se genera en el mundo recae en el 1% de la población más rica, algo está mal.15  

Si producimos alimentos para 400 millones de personas y nuestra gente se recuesta en la pobreza, si los hipermercados están llenos de productos ultraprocesados y nuestros chicos lideran la estadística de obesidad mundial, alguien nos está mintiendo. 

Soberanía alimentaria y apicultura. 

Flores y abejas son el camino a la soberanía alimentaria.  Marcos Filardi afirma que La soberanía alimentaria es un paradigma introducido por La Vía Campesina, organización internacional que nuclea a más de 200 millones de campesinas y campesinos, pastores tradicionales y pescadores artesanales de todo el mundo; que es antitético, contrapuesto y superador del modelo agroindustrial dominante.16 

La soberanía alimentaria es un concepto en construcción colectiva. En su momento la Vía Campesina la describió como el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas sustentables de producción, transformación, comercialización, distribución y consumo de alimentos, garantizando el derecho a la alimentación de toda la población”. 

El concepto de Soberanía Alimentaria excede al de Seguridad Alimentaria propuesta por FAO en 1996 que abogaba por un marco que asegure a todos el acceso real a los alimentos. La Seguridad Alimentaria fue en buena medida la excusa ética de las empresas del agronegocio para embanderarse como las salvadoras de la humanidad en su lucha contra el hambre en el mundo. Y de allí el aval para no contabilizar el pasivo ambiental de su sistema productivo, para disimular el atentado a la diversidad bilógica que constituyen las semillas transgénicas, el desmonte masivo y la fumigación aérea por sobre escuelas y pueblos enteros.  Desde esta perspectiva Seguridad y Soberanía Alimentaria no tienen las mismas consecuencias. 

Y la diferencia es grande. No es lo mismo producir alimentos en nuestra comunidad que importarlos.  Puede ser cool consumir sal del Himalaya, pero sin dejar de lado la huella de carbono que ello conlleva, sin duda sería beneficioso desarrollar el mercado de la sal de Catamarca que tiene el salar más largo del mundo, y una comunidad ansiosa de trabajo digno. 

No es igual conocer al productor de nuestros alimentos o bien comprar en mercados en donde puedan dar cuenta de quién es el productor de lo que estamos consumiendo y entregándole a nuestra familia. ¿Qué hacemos comiendo kiwis de Israel?   

¿Por qué nos hemos acostumbrado a consumir alimentos disociados de su estacionalidad? ¿Es imprescindible comer frutillas en invierno? 

La producción familiar, la agroecología, o las diversas y distintas formas de producción ligadas a los procesos naturales deben favorecerse frente al agronegocio.  Aquellas desarrollan las urdimbres sociales, crean y multiplican ciclos productivos en las comunidades. Estos otros sólo desmontes, desiertos y veneno. 

Así se entiende la participación de la sociedad, desde un lugar activo. Qué cosas consumir, quién las debe producir, cómo las debe producir, son parte inescindible del concepto de soberanía alimentaria.  No se trata sólo de que las personas accedan físicamente a los alimentos.  Se trata de decidir quién, cómo y de qué forma se producen los alimentos.  Es la agricultura familiar la que produce los alimentos, pero es el agronegocio el que concentra la mayor parte de la utilización de la tierra. Es evidente que allí existe una disputa por dar. 

 Los apicultores somos quienes estamos en el inicio de la cadena de producción de alimentos, somos abejas y flores.  Aquellas que darán los frutos para que otras manos campesinas produzcan los alimentos. 

Sin flores no hay abejas, ni apicultores. Las manos campesinas no cultivarán sus frutos y nuestra comunidad se adentrará en una profunda crisis alimentaria. 

Somos los apicultores y sus organizaciones quienes debemos comprender que la disputa es contra un modelo destructivo de nuestra tierra y que la discusión debe hacerse en estrecho lazo con el resto de la comunidad.  

No hay que perder de vista cuál es el rol del apicultor en la sociedad.  Producir alimentos, no sólo miel.  Y no hay que dejar de militar esa condición de productor de alimentos en el conjunto de la sociedad, pues es ella nuestra aliada en defensa de las abejas y de las flores. 

 

Pedro Kaufmann 

pedro.kaufmann@yahoo.com 

Ilustraciones: Julieta Kaufmann 

Ig:Julieta_trompeta_ 

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