Panal de letras Un panal colmado de néctar de cuentos, polen de novelas, propóleos de recuerdos, historias y narraciones del dulce mundo de la miel.

Por Gabriel Molinero

La literatura no deja de sorprenderme 

En el número anterior de Gaceta del colmenar (655), compartí un cuento con matices de fábula del autor Marco Denevi, el cual, en el año 1967, imaginó jardines, praderas y bosques poblados con “Las abejas de bronce” (así se llama el cuento), mecanismos robóticos veloces y eficientes que auguraban inmensos ingresos económicos a su propietario el Zorro, sin imaginar el daño irreversible que estas frías máquinas ocasionarían a las flores luego de libar el néctar necesario para la producción de miel. Ahora bien, tal vez usted ahora mismo se esté preguntando: ¿dónde está la sorpresa? Pues mire, resulta que, buscando y buscando literatura apícola para la presente publicación, me encontré con la novela utópica “Las abejas de cristal”, escrita en 1957 por el autor alemán Ernst Jünger, de la cual, le propongo, lea uno de sus capítulos y analice lo que imaginó este hombre en esa época, diez años antes de lo que escribió Denevi y compare ambas ideas, en esencia tan cercanas, a pesar de lo distante de sus nacimientos -una en Europa y otra en América- y a pesar de la lejanía de ambas del futuro que nosotros podemos ver hoy a nuestro alrededor, un ambiente plagado de artefactos mecánicos y eléctricos que desarrollan trabajos similares a los que ellos imaginaron frente a un papel, un lápiz o una máquina de escribir hace tanto tiempo. Véalo con sus propios ojos y dígame si, al igual que yo, logra sorprenderse. 

 

Capítulo 12 de la novela “Las abejas de Cristal”, de Ernst Jünger, escrita en 1957:  

Los pájaros callaban. Volví a oír el murmullo del arroyo en el bochornoso valle. Me sobresalté. Me había levantado al amanecer con la inquietud de un hombre que corre tras el pan. En ese estado de ánimo, el sueño nos sorprende como un ladrón. 

Probablemente sólo había dormitado un instante, ya que el sol apenas se había movido. El sueño a plena luz me había confundido. Me orienté trabajosamente; el sitio era inhóspito. 

También las abejas parecían haber concluido su siesta del mediodía; sus zumbidos colmaban el aire. Pacían en el prado desprendiéndose en nubes de la espuma blanca situada por encima de ellas o sumergiéndose en sus abigarradas profundidades. Colgaban en racimos del claro jazmín que bordeaba el camino y, desde el arce en flor situado junto al pabellón, su revoloteo llegaba como si proviniese del interior de una gran campana que siguiera vibrando mucho tiempo después de haber tañido el mediodía. Flores no faltaban; era uno de esos años de los cuales dicen los apicultores que hasta los maderos de las cercas dan miel. 

Sin embargo, había algo de extraño en esa pacífica actividad. Aparte de los caballos y de los animales de caza, conozco pocos animales, pues jamás tuve un maestro que me comunicase su entusiasmo por ellos. Con las plantas es diferente, ya que teníamos un botánico apasionado con quien salíamos de excursión. ¡Hasta qué punto nuestra formación depende de este tipo de encuentros! Si tuviese que hacer una lista de los animales que conozco me bastaría con una hoja pequeña de papel. Especialmente en lo referente a los insectos, que son legión en la naturaleza. 

Con todo, sé más o menos cómo están constituidos una abeja, una avispa o un avispón. Mientras me hallaba sentado contemplando los enjambres, en ocasiones me pareció que pasaban algunos seres que se destacaban de una manera extraña. De mis ojos me puedo fiar; los he puesto a prueba, y no sólo en la caza de perdices. No me costó ningún trabajo seguir con la vista a uno de esos seres hasta que se posó en una flor. Entonces acudí a la ayuda de los prismáticos y vi que no me había engañado. 

Aunque, como ya he dicho, conozco pocos insectos, en este caso sentí inmediatamente la impresión de lo insospechado, de lo fantástico en extremo, algo así como la sensación de estar frente a un insecto lunar. Éste podía haber sido creado por algún demiurgo de imperios extraños que hubiese oído hablar alguna vez de las abejas. 

La criatura me dejó tiempo más que suficiente para contemplarla, pero además surgían ahora por todas partes otras iguales a ella, como salen los obreros a la puerta de la fábrica después de sonar la sirena. Lo primero que llamaba la atención en esas abejas era su tamaño. Desde luego, no eran tan grandes como las que encontró Gulliver en Brobdingnag y de las cuales se defendió con una espada, pero sí eran considerablemente mayores que una abeja e, incluso, que un avispón. Tenían, aproximadamente, el tamaño de una nuez alojada todavía dentro de su cáscara verde. Las alas no eran móviles como las de los pájaros o las de los insectos, sino que estaban fijas alrededor del cuerpo como un reborde rígido, es decir, que eran, más bien, superficies de estabilización y de sustentación. 

Su tamaño sorprendía menos de lo que podría imaginarse, ya que el animal era totalmente transparente. La idea que me hice de él se la debía, básicamente, a los reflejos que producían sus movimientos a la luz del sol. Cuando, como en ese momento, se hallaba ante una convolvulácea, cuyo cáliz atacaba con una trompa en forma de sonda de cristal, era casi invisible. 

La visión me cautivó de tal manera que me hizo olvidar el tiempo y el lugar. Mi asombro era semejante al que se adueña de nosotros cuando se nos muestra una máquina en cuya forma y funcionamiento se manifiesta una nueva concepción. Si por arte de magia se transportase a un hombre del período Biedermeier a un cruce de carreteras de nuestra época, el tráfico le produciría la impresión de una confusión monótona. Pasados unos momentos de perplejidad, aparecería cierta comprensión, un vislumbre de las categorías. Distinguiría las motocicletas de los automóviles y de los camiones. 

Eso fue lo que me ocurrió a mí una vez que hube comprendido que no se trataba de una nueva especie de animal, sino de un mecanismo. Zapparoni, ese demonio de hombre, le había hecho una vez más la competencia a la naturaleza, o, mejor dicho, había tomado medidas para enmendar sus imperfecciones, abreviando y acelerando los ciclos laborales. Yo movía afanosamente los prismáticos hacia uno y otro lado para seguir a sus criaturas que viajaban por el espacio como diamantes disparados por poderosas hondas. Ahora oía también sus suaves silbidos, que se interrumpían brevemente cuando frenaban con precisión ante las flores. Y atrás, ante las colmenas, que ahora se hallaban a la luz, se sumaban para conformar un solo silbido agudo y sin intermitencias. Debieron de ser necesarias muy sutiles reflexiones para evitar los choques en el lugar donde se concentraban los enjambres de autómatas antes de introducirse por las compuertas de las piqueras. 

Esa visión me proporcionó —debo reconocerlo— el placer que producen en nosotros las soluciones técnicas. Una satisfacción que es, al mismo tiempo, un reconocimiento entre iniciados; en este caso triunfaba el espíritu de nuestro espíritu. Y el placer aumentó cuando advertí que Zapparoni trabajaba con múltiples sistemas. Descubrí diversos modelos, diferentes razas de autómatas que libaban en el campo y en los arbustos. Algunos animales de construcción especialmente fuerte llevaban todo un juego de trompas, que hundían en umbelas y racimos de flores. Otros estaban dotados de brazos prensiles, que rodeaban como suaves pinzas los ramilletes de flores, exprimiéndoles el néctar. Otros aparatos eran un enigma para mí. Evidentemente, aquel rincón le servía a Zapparoni de campo de experimentación de ideas brillantes. 

El tiempo pasó volando mientras me deleitaba en aquella visión. Poco a poco iba comprendiendo la estructura, el sistema de la instalación. Las colmenas formaban una larga hilera delante del muro. Algunas tenían la forma tradicional; otras eran transparentes y parecían estar hechas del mismo material que las abejas artificiales. Las colmenas viejas estaban habitadas por abejas naturales. Probablemente, sólo debían de servir como unidad de medida para calcular la magnitud del triunfo sobre la naturaleza. 

Zapparoni había hecho calcular, seguramente, la cantidad de néctar que producía la población de una colmena por día, por hora y por segundo. Y ahora la colocaba en el campo de experimentación junto a los autómatas. 

Tuve la sensación de que con ello había puesto en un brete a aquellos animalitos de economía antediluviana, pues a menudo veía a uno de ellos acercarse a una flor, que antes había sido tocada anteriormente por un competidor de cristal, y alzar el vuelo para alejarse inmediatamente. En cambio, si era una abeja verdadera la que había libado anteriormente la corola, aún encontraba allí un postre. De aquello deduje que las criaturas de Zapparoni procedían con mayor economía, es decir, que succionaban más a fondo. ¿U ocurría, más bien, que cuando las flores eran tocadas por la sonda de cristal se marchitaba su poder de brindarse, se cerraban sus corolas? 

Sea como fuere, las apariencias demostraban que Zapparoni había vuelto a efectuar uno de sus increíbles inventos. Yo observaba ahora la actividad junto a las colmenas de cristal, que revelaba un alto grado de método. Creo que ha llevado siglos, hasta nuestros días, tratar de averiguar el secreto de las abejas. El invento de Zapparoni, después de que lo hube observado durante cerca de una hora desde mi silla, me bastó para hacerme una idea. 

A primera vista, las colmenas de cristal se diferenciaban de las de formato antiguo por su gran número de piqueras. Más que colmenas parecían centralitas telefónicas. Tampoco las piqueras lo eran propiamente, ya que las abejas no penetraban en la instalación. No vi dónde descansaban ni dónde se detenían, ni dónde tenían su garaje, puesto que no estaban permanentemente en acción. De cualquier forma, en la colmena no tenían nada que hacer. 

Las piqueras cumplían más bien la función de rendijas de autómatas o de orificios de una toma de corriente. Las abejas se acercaban, atraídas magnéticamente, introducían en ellas la trompa, y vaciaban su vientrecillo de cristal del néctar con que lo habían llenado previamente. Luego eran repelidas con una fuerza que equivalía a la de un disparo. El hecho de que con tanto ir y venir, y a pesar de las altas velocidades de vuelo, no se produjeran carambolas, constituía en sí una obra maestra. Pese a que se trataba de un proceso en que intervenían gran cantidad de unidades, se llevaba a cabo con perfecta exactitud; debía de haber algún sistema o principio central que lo controlaba. 

Era evidente que se habían hecho simplificaciones, abreviaciones y reglamentaciones del proceso natural. Así, por ejemplo, se había omitido todo cuanto tuviese que ver con la obtención de la cera. No existían celdillas, pequeñas ni grandes, ni instalación alguna que tuviese que ver con la diferencia de sexos, y, en general, todo el sistema resplandecía con un brillo perfecto pero totalmente falto de erotismo. No había huevos, ni crisálidas, ni zánganos, ni reina. Puestos a hacer una analogía, Zapparoni sólo había adoptado la casta de obreros asexuados, llevándola a la perfección. También en ese aspecto había simplificado la naturaleza, la cual osa ya aplicar, con la matanza de los zánganos, un principio económico. Desde un principio Zapparoni no había incluido en su plan ni machos ni hembras, ni madres ni nodrizas. 

Si no recuerdo mal, el néctar que las abejas liban en las flores se elabora en sus estómagos, donde sufre diversas transformaciones. Zapparoni también había ahorrado ese trabajo a sus criaturas, sustituyéndolo por un proceso químico centralizado. Vi cómo el néctar incoloro, que era inyectado en las tomas, se reunía en un sistema de tubos de cristal, dentro de los cuales cambiaba paulatinamente de color. Después de enturbiarse, primeramente, con un tinte amarillo, adquiría un tono pajizo y llegaba al fondo con un precioso color amarillo miel. 

La mitad inferior de la colmena servía, evidentemente, de tanque o depósito, que se llenaba a ojos vistas de una miel resplandeciente. Pude comprobar el proceso por medio de las marcas graduadas grabadas en el cristal. En el tiempo que me llevó recorrer con los prismáticos los arbustos y el fondo de la pradera antes de dirigir nuevamente la vista hacia las colmenas, las reservas aumentaron en varios grados. 

Seguramente no era yo el único que observaba ese aumento ni toda la actividad en general. Distinguí otra clase de autómatas que, o quietos o con un movimiento pendular, aguardaban ante las colmenas como capataces o ingenieros en un taller o una obra. Se distinguían de los enjambres por su coloración gris humo. 

 

Biografía resumida de Ernst Jünger 

Nació en Heidelberg, Alemania, en el año 1895. Murió en Wiflingen, Alemania en 1998. Novelista y ensayista alemán. Hijo de un farmacéutico. En 1913 se alistó en la Legión extranjera. En 1914 fue admitido en el regimiento de fusileros en Hannover. Fue herido 7 veces en la primera guerra mundial, por lo cual recibió la orden «Pour le mérite» y continuó trabajando en el ejército hasta 1923, año en que inició estudios de Filosofía y Ciencias Naturales. Sus primeros trabajos literarios se basaron principalmente en las vivencias de guerra y en el terrible impacto que los conflictos bélicos tienen sobre la humanidad, como ser: Tempestades de acero (1920), La lucha como vivencia interior (1922), El bosquecillo 125 (1925) y El corazón aventurero (1929). A partir de 1950, la actividad creativa de Ernst Jünger se plasmó en tres importantes novelas utópicas: Heliópolis (1949), Las abejas de cristal (1957) y Eumeswil, de 1977. En los últimos años de su centenaria existencia se dedicó con afán a la entomología, su gran afición. 

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