Hablo de abejas
Alguien a quien aprecio mucho, me pidió que hablara de aquellas cosas que hace un tiempo no aparecen en la Gaceta.
Aquellas cuestiones vinculadas al cuidado del ambiente, de la ecología.
Pero hoy quisiera hablar de abejas.
Quizás sea que hace ya 20 días observo cada mañana una pareja de Teros cuidar su nido en medio del mallín. Muy celosos ellos de sus cuatro huevecillos algo celestes, y moteados. Inmóviles bajo el acechar incesante de las Gaviotas. Ante el esquivo vuelo del Chimango.
¿O serán los patos de anteojos los que llaman mi atención al verlos llegar al refugio en cada tormenta?
No sé.
Tal vez es que en septiembre comprendí aquello que decían las abuelas. Una Golondrina no hace verano, al verla llegar desangelada en medio de la nieve tardía.
Las Bandurrias con su derrotero metálico me dicen que el tiempo es solo eso, un tiempo; y el Martín Pescador desbarrancándose desde lo alto de aquella araucaria, derrochando magia en el río, explica algunas cuestiones que probablemente Arquímedes hace tiempo haya sabido comprender mejor que el resto de los mortales. (O tal vez solo tenía buena prensa).
¿Hablo de abejas?
Hablo de la sutil sincronía dentro del caos del sistema. Hablo de que es necesario entender que el vibrante latir del picaflor, se entremezcla con el sentir rítmico e hipnótico del pájaro carpintero en la armonía del bosque. Que no hay truchas saltando valerosas sobre el espejo del lago, sin mosquitas que inciten su acto heroico.
¿Hablo de abejas? Cuando retomo la ruta hacia el este y me desmuero en el desierto marrón de la pradera cegada. Hablo de abejas cuando veo los carteles de cada alambrada anunciando nuevas maravillas químicas para acumular capitales fruto de la demencia tóxica.
Marta, aquella bella Martita que siempre horneó sus panes en las frías madrugadas de un pueblo ya despoblado, me dijo que su hija se estaba muriendo. Había angustia es sus palabras y ausencia de toda fe en el resto del camino.
Pablo, ese joven de penas viejas, me mostró sus llagas, que maridan su tristeza y que ya sabe que son producto de su trabajo en el campo. (De lo que quizás Pablo por su edad aún no sea consiente es que el trabajo fuerte producía primero ampollas y luego callos en las manos y tal vez en el alma. Nunca llagas. Químicas. Secuelas moradas que anticipan tormentas oscuras.
Ezequiel, de tan solo 17 años me abrazó con su mirada, hueca, algo gris, celeste, incierta. Me comentó el diagnóstico cierto. Y entendí que habíamos llegado tarde.
Hablo de abejas. Yo no heredé el oficio de apicultor.
Jamás podré decir que soy cuarta generación de apicultores. Me conformo con algo minúsculo.
Hablo de abejas. Espero que entiendas.
Pedro Kaufmann