Panal de letras. Un panal colmado de néctar de cuentos, polen de novelas, propóleos de recuerdos, historias y poemas del dulce mundo de la miel.
Autor: Gabriel Molinero
Hablaré ahora de la miel, rocío del aire y don del cielo.
En las ediciones anteriores de Gaceta del Colmenar (655 digital y 656 impresa), compartimos, en la primera de ellas, un cuento de Marco Denevi, llamado “Las abejas de bronce», y en la segunda, un capítulo del libro “Las abejas de cristal” de Ernst Jünger. En esos textos, ambos autores coincidieron en imaginar un futuro distópico, donde abejas artificiales creadas por el hombre reemplazaron a las naturales.
Para la presente edición se propone un paseo literario temporalmente opuesto. En vez de imaginar, a través de palabras escritas, futuras abejas robóticas dañando delicadas flores, viajaremos al pasado para revivir, a través de los versos de Virgilio en su obra poética “Geórgicas”, libro IV, los conocimientos apícolas que tenían los habitantes del imperio romano hace más de 2000 años. Dicho escrito poético trata “…de la cría de las abejas, de sus costumbres y modo de vivir en maravillosa sociedad, de sus batallas y de las enfermedades a que están sujetas…”
Todo el texto en cursiva, tanto sea el poema, los datos del autor, citas varias e imágenes, fueron extraídos del siguiente sitio web, el cual puede consultarse si se desea ampliar los saberes de la inmortal obra poética, como ser la explicación del vocabulario antiguo utilizado, argumentos de creencias y referencias a nombres propios que constan en ella:
https://apigranca.es/wp-content/uploads/2021/12/VIRGILIO_Georgicas_IV_2021.pdf
Nota importante para interpretar los versos:
Los antiguos creían que a la cabeza del enjambre había un rey y no una reina. Fue J. Swammerdam (1637-1680) quien reveló el sexo de la reina.
Biografía del autor
Publio Virgilio Marón (70 a.C.-19 a.C.), más conocido como Virgilio, fue un poeta romano, autor de la Eneida, las Bucólicas y las Geórgicas. Nació en Andes, actual Virgilio, una aldea próxima a Mantua, en la región italiana de Venetia et Histria el 15 de octubre del año 70 a. C. Recibió una esmerada educación y pudo estudiar retórica y poesía gracias a la protección del político Cayo Mecenas. Sus primeros años los pasó en su ciudad natal, pero al llegar a la adolescencia se trasladó a Cremona, Milán y Roma para completar su formación.
Entre los años 36 y 29 a.C., compuso, a instancia de Mecenas, las Geórgicas, poema que es un tratado de la agricultura, destinado a proclamar la necesidad de restablecer el mundo campesino tradicional en Italia. La intención fue glosar e informar acerca de las labores agrícolas, además de representar una loa de la vida rural. El poema está dividido en cuatro libros (I: agricultura; II: árboles, especialmente frutales; III: ganadería; IV: apicultura), tiene un carácter didáctico y consta de 2.188 hexámetros escritos en latín. La obra sirve de ilustración de algunas de las labores desarrolladas en el campo (recolección, siembra…), de explicación del funcionamiento de las estaciones del año y de las características climáticas.
VIRGILIO: GEÓRGICAS LIBRO IV
Presentadas, anotadas y traducidas por Julio Picasso Muñoz, 2004
Hablaré ahora de la miel, rocío del aire y don del cielo.
Dirige, Mecenas, tu mirada también a esta parte.
Describiré un gran espectáculo de pequeños y admirables objetos;
describiré gobernantes magnánimos y, ordenadamente, toda la nación,
con sus costumbres, aficiones, organización y ejército.
Trabajaré con lo menudo, pero no será menuda la gloria si se logra
la aprobación de los númenes hostiles y si Apolo atiende nuestra súplica.
Hay que buscar, primero, un sitio estable para las abejas,
que no dé entrada a los vientos -los vientos impiden traer alimento
a la casa-, donde las ovejas y los pleitistas cabritos
no salten entre las flores; donde la becerra vagabunda
no sacuda el rocío y aplaste el brote de las yerbas.
Que no haya cerca de sus ricas colmenas coloreados lagartos
de dorso escamoso, abejarucos y otras aves y menos aun Procne,
que lleva en su pecho la mancha de sus manos sangrientas,
porque ellos devastan todo alrededor y con su pico cogen
las abejas volantes como banquete para sus nidos despiadados.
Pero que haya fuentes cristalinas, estanques verdeados de musgo,
un arroyuelo que se deslice entre las yerbas;
que una palmera y un gran acebuche sombree su vestíbulo
para que, cuando los nuevos reyes, en su estación, la primavera, conduzcan
el enjambre, y las jóvenes salgan del panal para retozar,
las riberas cercanas inviten a alejarse del calor,
y el árbol interpuesto las retenga en su fronda hospitalaria.
En medio del agua, sea estancada o corriente,
echa de través sauces y piedras grandes como puentes
para que allí las abejas puedan posarse y desplegar sus alas
al Sol estivo, si acaso, por demorarse, han sido mojadas
por el Euro o sumergidas en Neptuno con su soplo violento.
Que en torno florezcan verdes mezereones, serpoles
de expansivos aromas y perfumadísimas ajedreas;
que matas de alelíes beban de la fuente salpicante.
En cuanto a las colmenas, sea que las hayas construido juntando
cortezas huecas o tejiendo mimbres flexibles,
ellas deben tener entradas estrechas, porque el invierno endurece
la miel con el frío, y el calor la ablanda y licua.
Ambos inconvenientes son por igual temibles para las abejas.
No sin razón ellas untan a porfía con cera las menores rendijas
desde el interior y refuerzan las entradas con propóleos y flores
y recogen para esta tarea una provisión de goma
más pegajosa que la liga y la pez del Ida frigio.
A menudo también, si es cierto lo que se cuenta, calientan sus Lares
bajo tierra, en galerías cavadas, y se las encuentra en el fondo
de los huecos de la piedra pómez o en el interior de un tronco podrido.
Unge, empero, las grietas de su albergue con barro fino
para retener el calor y añádele algunas hojas.
No permitas tejos en la vecindad; no cuezas al fuego
rojos cangrejos: no te fíes de un estanque profundo
ni de lugares que exhalen un fuerte olor de cieno y que resuenen
con la caída de rocas vacías o que repercutan con el eco de ruidos
importunos. Cuando el áureo Sol arroja y sepulta al invierno
y despeja el cielo con la luz del verano,
en seguida las abejas recorren pastizales y bosques,
liban las purpúreas flores y, livianas, se abrevan en la superficie
de los arroyos. Así, con no sé qué fervor,
se desvelan por su progenie y sus nidos; así moldean
con arte la cera fresca y amasan la miel consistente.
Luego, cuando veas arriba el enjambre recién salido del panal
bogar en la límpida atmósfera estiva hacia los astros del cielo
y formar como una nube oscura admirable arrastrada por el viento,
observa las abejas: siempre buscan aguas dulces
y abrigos profundos. Esparce entonces allí los olores prescritos:
melisa molida y ceriflor, yerba ordinaria; haz sonar el bronce
y golpea los címbalos de la Madre por todo el lugar;
por sí solas las abejas se posarán en el sitio así impregnado,
por sí solas se encerrarán en las cunas secretas, según su costumbre.
Pero si salen a combatir -porque a menudo estalla
la discordia entre dos reyes con enorme tumulto;
de inmediato se pueden prever de lejos las pasiones de la turba
y los corazones agitados por la guerra: el ronco sonido,
sí, el del bronce marcial, reprende a los remolones y se deja oír
un zumbido que imita los toques entrecortados de las tubas;
entonces se agrupan afanosas, agitan sus alas,
aguzan sus dardos con las maxilas y ejercitan sus miembros;
en torno a su rey, justo delante del pretorio
se forman y provocan al enemigo con grandes clamores;
así, pues, cuando se consiguen una primavera serena y los campos
del cielo, despejados, se lanzan de las puertas; se entabla la batalla;
el alto Éter resuena; se confunden en un vasto remolino
y caen de cabeza: más reciamente no se abate el granizo por el aire
ni tantas bellotas se vienen abajo de la encina sacudida;
los reyes, reconocibles por sus alas, en medio de sus tropas
despliegan gran coraje en su pecho diminuto,
obstinados en no ceder hasta que la presión del vencedor
haya forzado al otro a dar la espalda y a huir-,
estos movimientos apasionados y estos tremendos combates
se amainan y se reprimen arrojándoles un poco de polvo…
Pero cuando hayas convocado del campo de batalla a los dos jefes,
mata al que te haya parecido peor para que no sea un parásito nocivo;
deja al mejor reinar solo en su corte. Hay dos clases de reyes.
Uno tiene manchas relevadas de color dorado:
este es el mejor, pues se distingue por su belleza y por el brillo
de sus escamas rutilantes. El otro es erizado por negligente
y arrastra con infamia un vientre desmesurado.
Como el aspecto de los reyes es también el cuerpo de las súbditas;
unas son feas y rugosas como el escupitajo de la seca garganta
de un viajero sediento que camina por una senda polvorienta;
otras brillan resplandecientes de fulgores y sus cuerpos despiden luz
de las gotas de oro simétricas que cubren su cuerpo.
Esta última clase es la mejor; con ella exprimirás en fechas precisas
una miel dulce, pero no tan dulce como límpida y apta
para corregir el amargo sabor de Baco.
Cuando los enjambres vuelen sin rumbo, jueguen en el aire,
desprecien sus panales y abandonen al frío su hogar
impide que sus ganas caprichosas se libren a un juego inútil.
Y la tarea no es difícil: arranca las alas a los reyes;
inmóviles estos, nadie osará viajar por el aire
ni levantará los estandartes del campo.
Que los jardines perfumados de flores de azafrán las inviten
y que la tutela del helespontíaco Priapo las custodie y proteja
con su guadaña de sauce contra ladrones y pájaros.
Que el mismo agricultor traiga tomillo y pino de los altos montes
y los plante en cantidad alrededor de las colmenas;
que él mismo encallezca sus manos en esta ardua tarea, que él mismo
clave en la tierra los plantones feraces y los riegue con amor.
En cuanto a mí, ya en el extremo final de mis trabajos,
si no estuviera amainando las velas con el apuro de dirigir a tierra
la proa, quizá también cantaría el arte de fertilizar y adornar
los jardines y rosales, dos veces al año productivos, de Pesto;
cómo las escarolas se alegran con los refrescantes arroyos,
y las verdes orillas, con el apio; cómo el pepino se tuerce
entre la yerba engrosando su barriga; no pasaría en silencio
al narciso, cuya cabellera es lenta en crecer, ni al tallo del flexible
acanto, ni a las pálidas yedras, ni a los mirtos amantes de riberas.
Me acuerdo haber visto al pie de las torres de la fortaleza de Ébalos,
allá donde el negro Galeso irriga rubias sementeras,
a un anciano de Córico, a quien le habían sido concedidas
pocas yugadas de tierra, inaptas para labores de bueyes
y para el cultivo de forraje y no propicias para Baco.
El viejo, empero, plantaba entre zarzales hortalizas alineadas
y, en los bordes, blancas azucenas, verbenas y amapolas comestibles.
Con ufanía se igualaba a los reyes poderosos y, al regresar
de noche a su casa, cargaba su mesa con manjares no comprados.
Él era el primero en cortar rosas en primavera y en cosechar frutos
en otoño. Cuando todavía el triste invierno resquebrajaba las piedras
con el frío, y el hielo paralizaba la corriente de las aguas,
él ya mondaba la cabellera de los blandos jacintos,
riñendo con burla al verano remolón y a los Céfiros lentos.
Él mismo era el primero en tener fértiles abejas y muchos enjambres
y en cosechar miel espumante de los panales exprimidos;
tilos y pinos le producían con profusión.
Cuantas flores nuevas revestían sus árboles fecundos,
tantas daban frutos maduros en otoño.
Él trasplantaba también en filas a los olmos ya grandes,
a los peros ya con corteza, a los endrinos ya cargados de brunos
y a los plátanos que ya aseguraban sombra a los bebedores.
Pero la estrechez de la pista me impide continuar la carrera
y dejo a otros que traten, después de mí, esta materia.
Ea, ahora hablaré del instinto que el mismo Júpiter
infundió a las abejas como recompensa por haber alimentado
al rey del cielo en un antro del Dicte, atraídas
por la ruidosa música y los crepitantes bronces de los Curetes.
Ellas son las únicas en tener crías comunes y el albergue indiviso
de una ciudad; son las únicas en vivir bajo grandes leyes
y en conocer una patria y unos Penates seguros.
Memoriosas del invierno inminente, se dedican en verano
al trabajo y almacenan para todas en común lo libado.
Unas se preocupan por el alimento y, según el pacto establecido,
se desempeñan en el campo; otras, dentro de sus casas,
colocan la lágrima de narciso y la resina pegajosa,
primeros fundamentos del panal, y después, desde arriba,
la cera tenaz; otras hacen salir a las ninfas adultas
esperanzas de la nación; otras acumulan miel purísima
y rellenan los alvéolos de néctar cristalino.
Hay quienes fueron sorteadas para custodiar la puerta;
estas observan en turno las aguas y las nubes del cielo
o reciben la carga de las que llegan o, formando escuadrones,
alejan a los zánganos, perezosos animales, de la colmena.
Es un hervidero de trabajo. Las fragantes mieles huelen a tomillo.
Como cuando los Cíclopes forjan apurados los rayos
con metal derretido: unos recogen y lanzan el aire
con fuelles de pellejo de toro; otros templan en una jofaina
los bronces que silban; gime el antro con los yunques golpeados;
rivalizando de fuerza entre sí, levantan en cadencia los brazos
y voltean el hierro con las mordedoras tenazas.
No de otra forma -si es lícito comparar lo pequeño con lo grande-
las abejas de Cécrope son impulsadas a acumular por un deseo innato,
cada cual en su oficio. La tarea de las mayores está en las colmenas:
construir los panales y dar forma a los artísticos albergues.
Las menores se fatigan regresando tarde en la noche,
con los canastillos de sus patas llenos de tomillo:
por doquier han libado madroños, glaucos sauces, mezereones,
rojizos azafranes, untuosos tilos y oscuros jacintos.
Todas se reposan al unísono, todas al unísono trabajan.
En la mañana se precipitan a la piquera: nunca hay demora
Cuando Véspero por fin las invita a dejar de libar por los campos,
solo entonces se recogen, solo entonces reparan sus fuerzas.
Se escucha un zumbido: son ellas que murmuran en los bordes y umbrales.
Una vez acomodadas en sus habitaciones, se produce silencio
en la noche, y el sueño debido se apodera de sus miembros cansados.
Cuando amenaza la lluvia, no se alejan demasiado de los panales
ni tampoco se confían al cielo cuando se avecinan los Euros.
Solo, con la seguridad de sus murallas, se aprovisionan de agua
en las cercanías y se arriesgan a breves giras; a veces traen piedritas
para estabilizar su vuelo por las inconsistentes nubes,
como las barcas bamboleadas se cargan de lastre contra las olas.
Te admirará la costumbre, muy estimada por las abejas,
de no abandonarse al apareamiento, de no ablandarse indolentes
al servicio de Venus y de no aovar con dolores.
Ellas solo recogen de las hojas y suaves yerbas a las crías
con su trompa; ellas mismas se dan un rey y sus pequeños quirites,
restauran la corte y los reinos de cera.
A veces también, volando, se quiebran las alas en las duras piedras
y entregan su espíritu bajo el peso de la carga,
¡tan grande es su amor por las flores y su pundonor en producir miel!
Por esto, aunque el fin de su corta vida las sorprenda,
pues no viven más de siete veranos,
sin embargo la especie persiste inmortal, y la fortuna de la familia
permanece por muchos años y se cuentan los abuelos de los abuelos.
Además ni Egipto ni la vasta Lidia ni los pueblos de los partos
o el medo del Hidaspes respetan tanto a su rey.
Mientras el rey esté a salvo, todas tienen un único espíritu;
apenas lo pierden, rompen el pacto, saquean la miel almacenada
y destruyen la estructura de los panales.
El rey es quien vigila los trabajos, todas lo admiran
y lo rodean con denso murmullo; a menudo todas juntas lo levantan
en sus hombros y, en la guerra, le hacen escudo con sus cuerpos
y van al encuentro de una bella muerte a través de las heridas.
A causa de su conducta y de la observación de estas acciones,
se ha dicho que las abejas poseen una porción de la mente divina
y emanaciones del Éter. Dios, en efecto, se expande por toda la extensión
de las tierras, de los mares y del cielo profundo;
las vacadas, los rebaños, los hombres, toda clase de fieras
tomarían de él, al nacer, los sutiles elementos vitales;
luego, a él, todo al disolverse se reintegraría
y no habría aquí lugar para la muerte sino que todo, siempre vivo,
volaría a la materia de los astros y subiría a lo alto del cielo.
¿Necesitas abrir la augusta colmena y los cofres que guardan la miel?
Rocíate antes con el agua de una fuente, purifica tu boca
y preséntate con una antorcha muy humeante en la mano. Las abejas
dos veces al año acumulan su abundante provisión; dos estaciones
hay para cosechar: una, cuando la Pléyade Taigeta muestra a la Tierra
su bella faz y empuja desdeñosamente con el pie las aguas del río Océano;
otra, cuando la misma, huyendo de la constelación del lluvioso Piscis,
desciende tristemente del cielo a las aguas invernales.
Desmesurada es la ira de las abejas; maltratadas, instilan veneno
en sus picaduras, y abandonan clavadas en las venas
sus invisibles aguijones; en la herida dejan sus vidas.
Si temes el rigor del invierno para ellas, si te preocupa su futuro
si te apena su abatimiento y decadencia, ¿quién dudará
en fumigarles tomillo y en cortar la cera de los alvéolos vacíos?
Porque a menudo, sin hacerse notar, el estelión roe las celdas,
y estas se llenan de cucarachas, enemigas de la luz,
o si no, el zángano ocioso, que acecha los manjares ajenos,
o el peludo abejorro, que con armas superiores penetra
o la funesta calaña de las polillas o la araña, odiosa a Minerva,
que suspende en las puertas sus delgadas telas.
Cuanto más diezmadas sean, tanto más ardor pondrán todas las abejas
en reparar las pérdidas de su raza disminuida, en rellenar los vacíos
con celdas y en tapizar sus graneros con el néctar de las flores.
La vida de las abejas está sujeta a nuestras mismas tribulaciones.
Por esto, si sus cuerpos languidecen con una triste enfermedad
-la puedes reconocer por síntomas indudables:
el color de las afectadas cambia en seguida; una hirsuta flacura
deforma sus rostros; acarrean fuera de la colmena
a las fallecidas y ejecutan tristes exequias
se quedan colgadas en el umbral enganchadas por las patas,
o permanecen todas dentro de sus moradas selladas,
abatidas por el hambre e inmovilizadas por escalofríos;
se escucha entonces un zumbido más grave, un murmullo prolongado,
como el frío Austro en los bosques a veces murmura,
como silba el mar agitado con el reflujo de las olas,
como hierve el fuego devorante en los hornos cerrados-,
en ese caso, yo recomendaré exhortar e invitar uno mismo
a las enfermas a comer el alimento acostumbrado, quemándoles
perfumes de gálbano e introduciéndoles miel con cañutos.
Será bueno también añadir el sabor de agalla molida,
rosas secas, vino dulce cocido a mucho fuego,
pasas de uva psitia, tomillo de Cécrope
y perfumada genciana amarilla.
Hay también en los campos una flor que los agricultores
llaman amelo, planta que fácilmente se encuentra:
de un solo terrón brota una gran mata de flores doradas,
pero en los pétalos muy numerosos de su gorguera
brilla el matiz oscuro de la violeta negra;
se acostumbra tejer con ella guirnaldas que adornan altares;
su sabor es amargo en la boca; la recogen los pastores
en los valles ya segados, cerca de la corriente sinuosa del Mela.
Cuece sus raíces en aromatizado Baco
y coloca canastas llenas de este alimento cerca de las piqueras.
Si alguien pierde súbitamente todas las abejas de la colmena
y no cuenta con medios para hacer renovar la estirpe,
es el caso de exponer el memorable descubrimiento
de un pastor de Arcadia y la manera como, de la sangre corrompida
de becerros inmolados, a menudo las abejas brotaron. Contaré
toda la historia desde bien arriba, remontándome a su primer origen…
Aclaración final:
El verso que precede a este párrafo, no es el último en el poema original, hay varios más, los cuales describen hechos puramente míticos, relacionados con el método de obtención de nuevos enjambres. Es por ello que me he tomado el atrevimiento de no incluirlos en la presente edición, a pesar de que los mismos constan de una riqueza poética inigualable. Si desea leerlos, puede hacerlo a través del enlace a la página web citado al inicio