La rebeldía de la Colmena
La rebeldía de las colmenas
(Parte 1)
Por Gabriel Molinero
El ruido del paso del tren y su persistente bocina reactivó el conocimiento del apicultor luego de una ignorada cantidad de horas en las que estuvo aparentemente desvanecido.
Los sistemas que comandan los sentidos del organismo intentaron darle a su perturbado cerebro un panorama de la situación. Prevalecía el dolor, un intenso dolor. Debajo de éste se acumulaban otras sensaciones secundarias que fue identificando una a una.
Al cuerpo entero, que involuntariamente quedó en una posición decúbito lateral derecho, lo percibía rígido y congelado, siendo esto lo esperable debido al contacto con el piso irregular y terroso de su propio galpón, donde estaba tirado, abrazado por una absoluta oscuridad.
Sentía entumecida y extremadamente pesada la cabeza. En el cuero cabelludo estimaba que había heridas abiertas ya que detectaba el pelo endurecido y húmedo en sectores desde donde, de a ratos, fluían latidos dolorosos. Intuía todo eso, ya que no podía tocarse.
El brazo izquierdo, al menos desde el hombro hasta su sector medio, lo advertía reposando apoyado normalmente sobre el perfil de su cuerpo, pero una señal desconocida, un sentir indescifrable, le indicaba cierta anomalía en la parte baja a partir del codo, a la que notaba colgando hacia atrás, sobre la espalda, doblada en el sentido opuesto al que puede doblarse esa articulación en forma natural, salvo, claro está, por la aplicación de una fuerza extrema o un traumatismo violento. A pesar de ello, envió dos o tres veces la orden cerebral de intentar moverlo, de las cuales solo obtuvo punzadas dolorosas profundas.
El brazo derecho le parecía íntegro, pero había quedado bajo el peso de su propio cuerpo, transformándolo en una barra rígida que parecía estar desconectada de él.
A las extremidades inferiores las detectó tiesas, lejanas, ajenas, inmanejables, pero, al parecer, sin heridas.
Desorientado, se empeñó en discernir cuánto tiempo hacía que estaba allí. Lo inundaba una sensación imprecisa de que el tiempo transcurría y no podía registrarlo. Algo le decía que su ser fluctuaba entre períodos de duración desconocida donde se adormecía, se despertaba, se adormecía, se despertaba.
En cada adormecer su mente era invadida por sueños complejos que desparramaban imágenes presentes y antiguas, reales e imaginarias, estáticas y animadas, entreveradas; aparecidas desde un punto profundo y luminoso del interior de la cabeza y que buscaban salir a través de los párpados cerrados, como un lahar inquieto, lleno de recuerdos, de palabras a decir, de perdones a pedir; un lahar desesperado, que todo lo quema al pasar, procurando llegar a un mar amplio, sereno, libre de tempestades.
Luego de varios despertares confusos, comenzó a dedicarle un rato inmediato a cada uno de ellos para verificar si seguía vivo o si ya había fallecido, y, por ende, si esto último había sucedido, tener la certeza que en ese preciso momento estaría viviendo, -o mejor dicho muriendo-, los acontecimientos que inician al fenecer y que solo algunos pocos afortunados habían tenido la suerte de atestiguar en algún que otro libro, revista o programa de televisión, luego de afirmar, sin mayor prueba que sus palabras, que habían revivido.
Todos coincidían que una luz blanca y potente brillaba en el extremo opuesto de un túnel y los atraía con una fuerza invisible e inusual. Para ello, para comprobar si alguna de esas luces vistas en los períodos de adormecimiento era, al fin, la muerte, probó y descartó varios métodos en cada aparente despertar.
El primero que desechó fue el de la visión. En el caso de que hubiera podido abrirlos, sus ojos tendrían cierta dificultad para recabar indicios que dieran fe de su estado de vida, ya que estaba inmerso en la negrura de la habitación más descuidada de su casa ubicada en las cercanías de Saldungaray.
En ese recinto había poco mobiliario. Solo una estantería destartalada donde acumulaba herramientas oxidadas junto a la caja medio desfondada y polvorienta de las fotos familiares. También, desparramados en el piso, uno al lado del otro, se llenaban de telarañas un sinnúmero de trastos viejos e inútiles que generalmente se acumulan en cualquier vivienda.
Arriba, colgados de las vigas, permanecían los ganchos vacíos donde ponían a secar los chorizos caseros que elaboraban con su esposa todos los años, en julio, cuando aún vivía, siendo ésta la causa de que las ventanas estuvieran puntillosamente obturadas, ya que debían prevenir que ningún rayo de sol afectara la calidad de los embutidos.
El segundo procedimiento que tuvo que excluir fue el de la escucha. Lo hizo ya que se le dificultaba determinar si las voces de los hombres y otros ruidos que le llegaban a los oídos desde ambientes cercanos estaban sucediendo en ese mismo momento o eran solo un engaño más de su mente extraviada, confundida, que no se cansaba de parir imaginaciones que incluían, también sonidos.
Los diálogos que a veces escuchaba con tonos elevados y tensos le parecían reales, pero se entremezclaban con otras conversaciones mantenidas con sus hijos cuando aún venían a verlo luego de enviudar. Prevalecía una animación cíclica en la que se veía él mismo diciéndoles en tercera persona: “¡che!, ¡cada vez más salteadas las visitas al viejo!, guarda que en cualquier momento le sale el pleno en la ruleta de Salamone y para verlo van a tener que ir al cementerio. ¡Pasen nomás, ni golpeen, ahí lo estará esperando junto la vieja!”.
Luego de los intentos fallidos de la vista y el oído, se convenció que lo más eficaz era intentar moverse, ya que al hacerlo el dolor que lo recorría era muy intenso, aún más que el producido por la descarga eléctrica que la vieja heladera alguna vez le dio. Tal situación de tormento lo alejaba del pensamiento de que estaba muerto. “A los finados no les duele nada” pensó, y con esa simple deducción, dio por cerrado ese ciclo investigativo, para, un lapso de tiempo después, iniciar otro.
Es que el apicultor, aunque flotaba en un agitado mar de confusión, pudo determinar que no se encontraba en sus cabales. El reloj interno de su cuerpo arruinado ya no era confiable y lo desesperaba no poder ubicarse temporalmente. La pregunta de cuánto tiempo hacía que estaba allí lo recorría incansablemente.
Por alguna causa desconocida se instaló en su pensamiento la duda sobre el tren y su persistente bocina que hacía un rato lo había reanimado. Desconfiaba del paso de ese tren. ¿Pasó realmente o tan solo fue un engaño de su mente perturbada? ¿Sería el de la tarde? Quizás había pasado hacía pocos minutos. O tal vez horas. O tal vez había pasado ayer. “Seguramente fue uno de carga”, pensó no del todo convencido. Circulaban todos los días menos los sábados y los domingos. Uno a la mañana y otro a la tarde, llevando contenedores y tolvas pedreras entre Bahía Blanca y Olavarría.
Consolidó su pensamiento por la parsimonia de los tacatac tacatac producidos al pasar las ruedas sobre las uniones de los descuidados rieles. Cada tacatac tacatac que escuchaba era un vagón que pasaba frente a su casa. Los trenes de pasajeros tienen a lo sumo diez vagones y al qué pasó le pareció contar unos cincuenta, o tal vez sesenta, no estaba seguro de la cantidad de vagones, pero sí lo estaba en que era de carga; se lo dijo una y otra vez a sí mismo, hasta que, en un instante de presunta cordura, se preocupó profundamente por el estado de su cerebro al darse cuenta que ese análisis de los trenes fue un sinsentido, ya que recordó, decepcionado, que el de pasajeros no corría desde mediados del año 2016, luego de ser clausurado por el desgobierno de turno justificándose en la desatención y falta de mantenimiento de otros desgobiernos anteriores.
Ignoraba el porqué de esa confusión. Tal vez el traumatismo de cráneo lo estaba llevando de acá para allá entre el pasado y el presente sin dejarlo discernir entre lo real y lo imaginario. Pero no estaba seguro.
Buscó en su mente alguna señal, algún indicio concreto, creíble, que lo ubique temporalmente. Lo pudo hacer al recordar las hojas impresas del diario digital obtenidas en la librería del pueblo hacía una veintena de días. Las tenía presentes ya que las leía detenidamente cada mañana mientras mateaba. El artículo informativo estaba fechado el 4 de enero de 2033.
Éste logro le permitió sentir una leve satisfacción que se diluyó rápidamente hacia una intensa decepción, al darse cuenta de que habían pasado diecisiete años desde que circuló el último tren de pasajeros y no podía entender cómo su mente, seguramente dañada por las lesiones recibidas, por momentos representaba la imagen de ese servicio aún funcionando y la mezclaba con un recuerdo intenso de la vida que fluía en la Estación de Sierra de la Ventana del ramal Vía Pringles en esa época.
Rememoró que la mayoría de los viajeros llegaban mucho tiempo antes del arribo del tren nocturno hacia Plaza Constitución. Hasta una hora previa al momento anhelado ya se los veía por el andén de la estación ubicando sus equipajes sobre el piso de piedra laja azulada. Los niños preocupaban a sus madres y a sus padres al asomarse repetidamente a la vía mirando impacientes hacia el sur. En un murmullo tumultuoso que flotaba sobre la estación se entreveraban conversaciones, gritos, recuerdos, cuidados y agradecimientos. Las lágrimas caían inevitables en el último abrazo movilizado por el silbato de la locomotora al recorrer, oculta, la curva previa revestida de álamos que se iluminaba como un amanecer.
Al arribar el tren se desencadenaba una nueva ola inmensa de emociones. Quienes esperaban la llegada de algún familiar, algún amigo o algún amor, seguían atentamente el paso lento de las ventanillas mientras se iba frenando la formación, para comenzar a trotar sonrientes y saludar felices al encontrar la mirada esperada detrás del vidrio. Entre cinco y diez minutos duraba el torbellino frenético de personas, bolsos y valijas; bajando y subiendo. Otro abrazo rápido, otro beso fugaz, otra lágrima triste y otra feliz. De nuevo el silbato de la locomotora, el acelerar de sus motores y un instante después, mientras el último vagón atravesaba el Puente Negro sobre el Río Sauce Grande para perderse en la curva ascendente hacia Peralta, el silencio se adueñaba nuevamente del andén vacío y las lechucitas del terraplén volvían a salir de sus madrigueras.
El último recuerdo lo mantuvo ensimismado hasta que desapareció tan inexplicablemente como había llegado. Luego volvió a perturbarse profundamente ante los segundos, los minutos y las horas que pasaban sin que pudiera dimensionarlos.
De repente le llegaron nuevos estímulos que venían del exterior y se volvió a esforzar para intentar interpretarlos, tamizarlos, separando lo real de lo imaginario para lograr ubicarse temporalmente.
Comenzó a pensar que estaba transcurriendo la tardecita cuando el olor de la quema del basural a cielo abierto del camino vecinal empezó a sentirse en el aire como todos los días hábiles de la semana. Siempre sucedía después de la descarga del último camión, donde los desahuciados buscadores de metales iniciaban fogatas entre los residuos para obtener la mísera recompensa al caer el sol.
Al escuchar la sirena corta de los bomberos voluntarios de Sierra de la Ventana se estremeció. Era martes. Solo los martes sonaba así, breve, única, convocando a los integrantes del cuartel a la reunión semanal. Entonces hacía un día y medio que estaba tirado allí, aterido, lastimado, milagrosamente vivo.
Entonces hacía un día y medio desde que había escondido, con mucho esfuerzo y trabajo, las colmenas en el cerro.
Entonces hacía un día y medio desde que había puesto en marcha la decisión de excluir, a partir de ese momento, las conductas amables, las actitudes correctas y el posicionamiento mediador anti conflictivo que lo caracterizaba.
Entonces hacía un día y medio desde que se había prometido ya no ofrecer la otra mejilla; prohibiéndose aplicar “lo cortés no quita lo valiente”; fortaleciéndose para superar los miedos a las represalias; y convenciéndose de que ya no permitiría recibir ninguna humillación más.
Hacía un día y medio desde que había decidido mandar todo a la mierda y decir: -¡mis colmenas no serán de ellos!-.
Pensó que tal vez hubiera sido necesario mandar a la mierda hace rato a varias personas u organismos que se le cruzaron por su vida.
Aunque dentro de sí hubo siempre un fuego que emanaba alguna chispa de descontento cuando era blanco de actitudes negativas u ofensivas, no contenía la suficiente energía para reaccionar fuera de los límites que las actitudes correctas le imponían, dejando entonces que las humillaciones se fueran acumulando en su interior en un espacio que con el paso de los años resultó insuficiente y simplemente se colmó.
Hasta el momento en que ese fuego desacatado comenzó a crecer, consideraba a las humillaciones recibidas no como tales, sino como eventos desafortunados que se le habían presentado a lo largo de los años de su vida y sencillamente los había aceptado. Algo así como el precio que hay que pagar por la realidad que le toca a uno transitar agachando la cabeza: los helados que no pudo comprar en la escuela primaria; ser el único al que la maestra le regala el libro que el resto de la clase pudo pagar; las mismas zapatillas, siempre de cuero, negras, duras; la misma pilcha, siempre amplia, simple, barata; decirle “Señor” y “Señora” a quienes su mamá le fregaba los pisos limpios y lavaba su ropa numerosa y colorida; la hiperinflación; las deudas; los gobernantes; las devaluaciones; los impuestos; algunos compañeros de trabajo; algunos superiores; algunos familiares; la obra social; el sindicato; el banco; el organismo de previsión social.
En un momento sintió en la boca, además de la sangre seca y algunas partes de los dientes que no pudo escupir, el sabor amargo de una bronca intensa, una decepción terrible, al instalarse en su cabeza el pensamiento de que se había confiado, descuidado, dormido. Subestimó a la multinacional. No pensó que implementarían tan rápido los métodos extremos que aplicaron sobre él. Durante un tiempo de aparente victoria, había esquivado trabajosamente todos los acosos legales y políticos. En ese lapso enviaron, para convencerlo, a policías de variados escalafones, gestores, abogados, escríbanos, concejales, el juez de paz, el cura y hasta el propio intendente.
En cada embate les firmó en disconformidad y rechazó todas las citaciones, actas, telegramas, solicitudes de allanamientos y permisos de requisa que le presentaron para acceder al apiario y fumigarlo.
Con el transcurso de los acontecimientos, el apicultor fue detectando un sutil pero constante incremento de malos tratos propiciados hacia él por los interlocutores enviados desde la empresa, y, sabiendo que Syngente jamás daría por perdida la guerra, comenzó a pensar un plan B, una salida alternativa.
Ya con el pleno convencimiento de que tarde o temprano, al agotar los artilugios digamos, civilizados, la compañía transnacional volvería nuevamente por él y por su colmenar, con otro tipo de estrategias, más duras, más contundentes, es que planeó lo que planeó, para que al fin, cuando llegara ese momento, las abejas y su persona ya estarían a salvo, en otro lugar, lejos de allí.
Casi todas las partes del plan se habían cumplido exitosamente. Eligió un buen lugar para ocultar las colmenas en una quebrada más chica que grande en el Cerro Blanco, en su ladera que mira hacia el este. En ese lugar descansaba cuando de chico recorría aguas arriba el arroyo San Bernardo, buscando chapuzones refrescantes en los piletones cercanos a su naciente en el Cerro Tres Picos.
El espacio breve, acotado, presentaba un sector llano que no se veía desde la lejanía al estar bloqueado por formaciones rocosas de formas caprichosas y una frondosa población de cola de zorro. En su parte posterior se elevaban paredes de rocas blanquecinas que lo protegían del viento frecuente del noroeste.
Pacientemente y con mucho esfuerzo, envolvió con una vieja sábana de a una por vez las colmenas y las cargó por un sendero de unos ciento cincuenta metros, prácticamente inexistente, olvidado, desde la oxidada tranquera donde terminaba el antiguo camino a la cantera hasta el pequeño terreno pedregoso en el cual ubicó apretadamente, una junto a otra, las diez cámaras de cría que llevó bien temprano, antes del amanecer, minutos previos al momento mágico donde las abejas, movilizadas por el llamado silencioso del día y del sol, comienzan a volar en busca de néctar, polen, agua y propóleos, cumpliendo así la milagrosa tarea de polinizar cientos de especies vegetales de las que luego obtendrán alimentos otros cientos de especies, entre ellas, los humanos.
Pero, casi al final de todo lo planificado, algo salió mal. Al volver a su casa a buscar las pertenencias básicas para desaparecer por un tiempo, se encontró con dos matones encapuchados y con el cañón del revólver que empuñaba uno de ellos apuntándole a la cabeza.
Continuará en el próximo número de Gaceta del Colmenar