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Arte y Apicultura

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La Fábula de las Abejas

  • Posted by SADA
  • Categories Arte y Apicultura, Noticias
  • Date 27 febrero, 2018

Esta es la Fábula de las Abejas o de cómo los vicios privados hacen a la prosperidad pública

 

Un gran panal atiborrado de abejas 

que vivían con lujo y comodidad, 

mas que gozaba fama por sus leyes 

y numerosos enjambres precoces, 

estaba considerado el gran vivero 

de las ciencias y la industria. 

No hubo abejas mejor gobernadas, 

ni más veleidad ni menos contento: 

no eran esclavas de la tiranía 

ni las regía loca democracia, 

sino reyes que no se equivocaban, 

pues su poder estaba circinscrito por leyes. 

 

Estos insectos vivían como hombres, 

y todos nuestros actos realizaban en pequeño; 

hacían todo lo que se hace en la ciudad 

y cuanto corresponde a la espada y a la toga, 

aunque sus artificios, por ágil ligereza 

de sus miembros diminutos, escapaban a la vista humana. 

Empero, no tenemos nosotros máquinas, trabajadores, 

buques, castillos, armas, artesanos, 

arte, ciencia, taller o instrumento 

que no tuviesen ellas el equivalente; 

a los cuales, pues su lenguaje es desconocido, 

llamaremos igual que a los nuestros. 

Como franquicia, entre otras cosas, 

carecían de dados, pero tenían reyes, 

y éstos tenían guardias; podemos, pues, 

pensar con verdad que tuvieran algún juego, 

a menos que se pueda exhibir un regimiento 

de soldados que no practique ninguno. 

 

Grandes multitudes pululaban en el fructífero panal; 

y esa gran cantidad les permitía medras, 

empeñados por millones en satisfacerse 

mutuamente la lujuria y vanidad, 

y otros millones ocupábanse 

en destruir sus manufacturas; 

abastecían a medio mundo, 

pero tenían más trabajo que trabajadores. 

Algunos, con mucho almacenado y pocas penas, 

lanzábanse a negocios de pingües ganancias, 

y otros estaban condenados a la guadaña y al azadón, 

y a todos estos oficios laboriosos 

en los que los miserables voluntariosos sudan cada día 

agotando su energía y sus brazos para comer. 

Mientras, otros se abocaban a misterios 

a los que poca gente envía aprendices, 

que no requieren más capital que el bronce 

y pueden levantarse sin un céntimo, 

como fulleros, parásitos, rufianes, jugadores, 

rateros, falsificadores, curanderos, agoreros 

y todos aquellos que, enemigos 

del trabajo sincero, astutamente 

se apropian del trabajo 

del vecino incauto y bonachón. 

Bribones llamaban a éstos, mas salvo el mote, 

los serios e industriosos eran los mismo: 

todo oficio y dignidad tiene su tramposo, 

no existe profesión sin engaño. 

 

Los abogados, cuyo arte se basa 

en crear litigios y discordar los casos, 

oponíanse a todo lo establecido para que los embaucadores 

tuvieran más trabajo con haciendas hipotecadas, 

como si fuera ilegal que lo propio 

sin mediar pleito pudiera disfrutarse. 

Deliberadamente demoraban las audiencias, 

para echar mano a los honorarios; 

y por defender causas malvadas 

hurgaban y registraban en las leyes 

como los ladrones las tiendas y las casas, 

buscando por dónde entrar mejor. 

 

Los médicos valoraban la riqueza y la fama 

más que la salud del paciente marchito 

o su propia pericia; la mayoría, 

en lugar de las reglas de su arte, estudiaban 

graves actitudes pensativas y parsimoniosas, 

para ganarse el favor del boticario 

y la lisonja de parteras y sacerdotes, y de todos 

cuantos asisten al nacimiento o al funeral, 

siendo indulgentes con la tribu charlatana 

y las prescripciones de las comadres, 

con sonrisa afectada y un amable «¿Qué tal?» 

para adular a toda la familia, 

y la peor de todas las maldiciones, 

aguantar la impertinencia de las enfermeras. 

 

De los muchos sacerdotes de Júpiter 

contratados para conseguir bendiciones de Arriba, 

algunos eran leídos y elocuentes, 

pero los había violentos e ignorantes por millares, 

aunque pasaban el examen todos cuantos podían 

enmascarar su pereza, lujuria, avaricia y orgullo, 

por los que eran tan afamados, como los sastres 

por sisar retazos, o ron los marineros; 

algunos, entecos y andrajosos, 

místicamente mendigaban pan, 

significando una copiosa despensa, 

aunque literalmente no recibían más; 

y mientras estos santos ganapanes perecían de hambre, 

los holgazanes a quienes servían 

gozaban su comodidad, con todas las gracias 

de la salud y la abundancia en sus rostros. 

 

Los soldados, que a batirse eran forzados, 

sobreviviendo disfrutaban honores, 

aunque otros, que evitaban la sangrienta pelea, 

enseñaban los muñones de sus miembros amputados; 

generales había, valerosos, que enfrentaban al enemigo, 

y otros recibían sobornos para dejarle huir; 

los que siempre al fragor se aventuraban 

perdían, ora una pierna, ora un brazo, 

hasta que, incapaces de seguir, les dejaban de lado 

a vivir sólo a media ración, 

mientras otros que nunca habían entrado en liza 

se estaban en sus casas gozando doble mesada. 

 

Servían a sus reyes, pero con villanía, 

engañados por su propio ministerio; 

muchos, esclavos de su propio bienestar, 

salvábanse robando a la misma corona: 

tenían pequeñas pensiones y las pasaban en grande, 

aunque jactándose de su honradez. 

Retorciendo el Derecho, llamaban 

estipendios a sus pringosos gajes; 

y cuando las gentes entendieron su jerga, 

cambiaron aquel nombre por el de emolumentos, 

reticentes de llamar a las cosas por su nombre 

en todo cuanto tuviera que ver con sus ganancias; 

porque no había abeja que no quisiera 

tener siempre más, no ya de lo que debía, 

sino de lo que osaba dejar entender 

que pagaba por ello; como vuestros jugadores, 

que aún jugando rectamente, nunca ostentan 

lo que han ganado ante los perdedores. 

 

¿Quién podrá recordar todas sus supercherías? 

El propio material que por la calle vendían 

como basura para abonar la tierra, 

frecuentemente la veían los compradores 

abultada con un cuartillo 

de mortero y piedras inservibles; 

aunque poco podía quejarse el tramposo 

que, a su vez, vendía gato por liebre. 

 

Y la misma Justicia, célebre por su equidad, 

aunque ciega, no carecía de tacto; 

su mano izquierda, que debía sostener la balanza, 

a menudo la dejaba caer, sobornada con oro; 

y aunque parecía imparcial 

tratándose de castigos corporales, 

fingía seguir su curso regular 

en los asesinatos y crímenes de sangre; 

pero a algunos, primero expuestos a mofa por embaucadores, 

los ahorcaban luego con cáñamo de su propia fábrica; 

creíase, empero, que su espada 

sólo ponía coto a desesperados y pobres 

que, delincuentes por necesidad, 

eran luego colgados en el árbol de los infelices 

por crímenes que no merecían tal destino, 

salvo por la seguridad de los grandes y los ricos. 

 

Así pues, cada parte estaba llena de vicios, 

pero todo el conjunto era un Paraíso; 

adulados en la paz, temidos en la guerra, 

eran estimados por los extranjeros 

y disipaban en su vida y riqueza 

el equilibrio de los demás panales. 

Tales eran las bendiciones de aquel Estado: 

sus pecados colaboraban para hacerle grande; 

y la virtud, que en la política 

había aprendido mil astucias, 

por la feliz influencia de ésta 

hizo migas con el vicio; y desde entonces 

aun el peor de la multitud, 

algo hacía por el bien común. 

 

Así era el arte del Estado, que mantenía 

el todo, del cual cada parte se quejaba; 

esto, como en música la armonía, 

en general hacía concordar las disonancias; 

partes directamente opuestas 

se ayudaban, como si fuera por despecho, 

y la templanza y la sobriedad 

servían a la beodez y la gula. 

 

La raíz de los males, la avaricia, 

vicio maldito, perverso y pernicioso, 

era esclava de la prodigalidad, 

ese noble pecado; 

mientras que el lujo 

daba trabajo a un millón de pobres 

y el odioso orgullo a un millón más; 

la misma envidia, y la vanidad, 

eran ministros de la industria; 

sus amadas, tontería y vanidad, 

en el comer, el vestir y el mobiliario, 

hicieron de ese vicio extraño y ridículo 

la rueda misma que movía al comercio, 

sus ropas y sus leyes eran por igual 

objeto de mutabilidad; 

porque lo que alguna vez estaba bien, 

en medio año se convertía en delito; 

sin embargo, al paso que mudaban sus leyes 

siempre buscando y corrigiendo imperfecciones, 

con la inconstancia remediaban 

faltas que no previó prudencia alguna. 

 

Así el vicio nutría al ingenio, 

el cual, unido al tiempo y la industria, 

traía consigo las conveniencias de la vida, 

los verdaderos placeres, comodidad, holgura, 

en tal medida, que los mismos pobres 

vivían mejor que antes los ricos, 

y nada más podría añadirse. 

 

¡Cuán vana es la felicidad de los mortales! 

Si hubiesen sabido los límites de la bienaventuranza 

y que aquí abajo, la perfección 

es más de lo que los dioses pueden otorgar, 

los murmurantes bichos se habrían contentado 

con sus ministros y su gobierno; 

pero, no: a cada malandanza, 

cual criaturas perdidas sin remedio, 

maldecían sus políticos, ejércitos y flotas, 

al grito de «¡Mueran los bribones!», 

y aunque sabedores de sus propios timos, 

despiadadamente no les toleraban en los demás. 

 

Uno, que obtuvo acopios principescos 

burlando al amo, al rey y al pobre, 

osaba gritar: «¡Húndase la tierra 

por sus muchos pecados!». 

Y, ¿quién creeréis que fuera el bribón sermoneador? 

Un guantero que daba borrego por cabritilla. 

 

Nada se hacía fuera de lugar 

ni que interfiriera los negocios públicos; 

pero todos los tunantes exclamaban descarados: 

«¡Dios mío, si tuviésemos un poco de honradez!» 

Mercurio sonreía ante tal impudicia, 

a la que otros llamarían falta de sensatez, 

de vilipendiar siempre lo que les gustaba; 

pero Júpiter, movido de indignación, 

al fin airado prometió liberar por completo 

del fraude al aullante panal; y así lo hizo. 

Y en ese mismo momento el fraude se aleja, 

y todos los corazones se colman de honradez; 

allí ven muy patentes, como en el Árbol de la Ciencia, 

todos los delitos que se avergüenzan de mirar, 

y que ahora se confiesan en silencio, 

ruborizándose de su fealdad, 

cual niños que quisieran esconder sus yerros 

y su color traicionara sus pensamientos, 

imaginando, cuando se les mira, 

que los demás ven lo que ellos hicieron. 

 

Pero, ¡Oh, dioses, qué consternación! 

¡Cuán grande y súbito ha sido el cambio! 

En media hora, en toda la Nación, 

la carne ha bajado un penique la libra. 

Yace abatida la máscara de la hipocresía, 

la del estadista y la del payaso; 

y algunos, que eran conocidos por atuendos prestados, 

se veían muy extraños con los propios. 

Los tribunales quedaron ya aquel día en silencio, 

porque ya muy a gusto pagaban los deudores, 

aun lo que sus acreedores habían olvidado, 

y éstos absolvían a quienes no tenían. 

 

Quienes no tenían razón, enmudecieron, 

cesando enojosos pleitos remendados; 

con lo cual, nada pudo medrar menos 

que los abogados en un panal honrado; 

todos, menos quienes habían ganado lo bastante, 

con sus cuernos de tinta colgados se largaron. 

 

La Justicia ahorcó a algunos y liberó a otros; 

y, tras enviarlos a la cárcel, 

no siendo ya más requerida su presencia, 

con su séquito y pompa se marchó. 

Abrían el séquito los herreros con cerrojos y rejas, 

grillos y puertas con planchas de hierro; 

luego los carceleros, torneros y guardianes; 

delante de la diosa, a cierta distancia, 

su fiel ministro principal, 

don Verdugo, el gran consumador de la Ley, 

no portaba ya su imaginaria espada, 

sino sus propias herramientas, el hacha y la cuerda; 

después, en una nube, el hada encapuchada, 

la Justicia misma, volando por los aires; 

en torno de su carro, y detrás de él, 

iban sargentos, corchetes de todas clases, 

alguaciles de vara, y los oficiales todos 

que exprimen lágrimas para ganarse la vida. 

 

Aunque la medicina vive mientras haya enfermos, 

nadie recetaba más que las abejas con aptitudes, 

tan abundantes en todo el panal, 

que ninguna de ellas necesitaba viajar; 

dejando de lado vanas controversias, se esforzaban 

por librar de sufrimientos a sus pacientes, 

descartando las drogas de países granujas 

para usar sólo sus propios productos, 

pues sabían que los dioses no mandan enfermedades 

a naciones que carecen de remedios. 

 

Despertando de su pereza, el clero 

no pasaba ya su carga a abejas jornaleras, 

sino que se abastecía a sí mismo, exento de vicios, 

para hacer sacrificios y ruegos a los dioses. 

Todos los ineptos, o quienes sabían 

que sus servicios no eran indispensables, se marcharon; 

no había ya ocupación para tantos 

(si los honrados alguna vez los habían necesitado) 

y sólo algunos quedaron junto al Sumo Sacerdote, 

a quienes los demás rendían obediencia; 

y él mismo, ocupado en tareas piadosas, 

abandonó sus demás negocios en el Estado. 

No echaba a los hambrientos de su puerta 

ni pellizcaba del jornal de los pobres, 

sino que al famélico alimentaba en su casa, 

en la que el jornalero encontraba pan abundante 

y cama y sustento el peregrino. 

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