Rincón de Arte y Apicultura
La Fábula de las Abejas
O de cómo los vicios privados hacen a la prosperidad pública
Por Lola Hivesland
“Había una colmena que se parecía a una sociedad humana bien ordenada. No faltaban en ella ni los bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos soldados, ni los malos ministros. Por descontado tenía una mala reina. Todos los días se cometían fraudes en esta colmena; y la justicia, llamada a reprimir la corrupción, era ella misma corruptible. En suma, cada profesión y cada estamento, estaban llenos de vicios. Pero la nación no era por ello menos próspera y fuerte. En efecto, los vicios de los particulares contribuían a la felicidad pública; y, de rechazo, la felicidad pública causaba el bienestar de los particulares. Pero se produjo un cambio en el espíritu de las abejas, que tuvieron la singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud. El amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se siguió muy pronto la ruina de toda la colmena. Como se eliminaron los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos. Como se acabaron las disputas, no hubo más procesos y, de esta forma, no se necesitaron ya abogados ni jueces. Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más comercio. La desolación, en definitiva, fue general. La conclusión parece inequívoca: Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios».
Con este texto, el médico holandés Bernard de Mandeville, introducía a sus lectores a la “Fábula de las Abejas”. Corría el año 1705.
Pintaba nuestra sociedad colmena de hace 300 años, con una rigurosidad poética, lúdica y política de extraordinaria vigencia aún en nuestros días. Llamó la atención del propio Karl Marx, quien desde su Prusia natal escribiera su Elogio del Crimen1 y en el que incorporase la idea de Mandeville. Aquí solo unos párrafos, quien quiera hurgar el escrito completo, puede acceder al link al pie.
“El filósofo produce ideas, el poeta poemas, el cura sermones, el profesor compendios, etc. […] El delincuente no produce solamente delitos: produce, además, el derecho penal y, con ello, al mismo tiempo, al profesor encargado de sustentar cursos sobre esta materia y, además, el inevitable compendio en que este mismo profesor lanza al mercado sus lecciones como una «mercancía». (…)
El delincuente produce, asimismo, toda la policía y la administración de justicia penal: esbirros, jueces, verdugos, jurados, etc., y, a su vez, todas estas diferentes ramas de industria que representan otras tantas categorías de la división social del trabajo. […]
El delincuente produce una impresión, unas veces moral, otras veces trágica, según los casos, prestando con ello un «servicio» al movimiento de los sentimientos morales y estéticos del público. (…) El delincuente rompe la monotonía y el aplomo cotidiano de la vida burguesa. La preserva así del estancamiento y provoca esa tensión y ese desasosiego sin los que hasta el acicate de la competencia se embotaría. Impulsa con ello las fuerzas productivas. […]
Podríamos poner de relieve hasta en sus últimos detalles el modo como el delincuente influye en el desarrollo de la productividad. Los cerrajeros jamás habrían podido alcanzar su actual perfección si no hubiese ladrones. Y la fabricación de billetes de banco no habría llegado nunca a su actual refinamiento a no ser por los falsificadores de moneda. (…)
El delito, con los nuevos recursos que cada día se descubren para atentar contra la propiedad, obliga a descubrir a cada paso nuevos medios de defensa y se revela, así, tan productivo como las huelgas, en lo tocante a la invención de máquinas. Y, abandonando ahora el campo del delito privado, ¿acaso, sin los delitos nacionales, habría llegado a crearse nunca el mercado mundial? Más aún, ¿existirían siquiera naciones? ¿Y no es el árbol del pecado, al mismo tiempo, y desde Adán, el árbol del conocimiento? Ya Mandeville, en Fable of the Bees (1705) había demostrado la productividad de todos los posibles oficios, poniendo de manifiesto en general la tendencia de toda esta argumentación:
Lo que en este mundo llamamos el mal, tanto el moral como el natural, es el gran principio que nos convierte en criaturas sociales, la base firme, la vida y el puntal de todas las industrias y ocupaciones, sin excepción; aquí reside el verdadero origen de todas las artes y ciencias y, a partir del momento en que el mal cesara, la sociedad decaería necesariamente, si es que no perece completamente.
Lo que ocurre es que Mandeville era, naturalmente, mucho más, infinitamente más audaz y más honrado que los apologistas filisteos de la sociedad burguesa.”
Quiero que disfrutemos aquí a ese Mandeville irónico. Sin darle crédito a quienes lo consideran el protopadre del liberalismo económico, causa fuente de Adam Smith, ni a quienes leen Marx, y solo piensan en la hoz revolucionaria de octubre y sus stalinismos subsecuentes.
Los invito a leer a Mandeville, pensando en este siglo XXI que nos entra por la ventana, y en cada uno de nuestros actos que construye día a día la sociedad colmena en la que vivimos.
El planteo es soberbio. Será acaso lo impar, lo indeseable, lo perverso, será aquello que el protocolo condena al oprobio, lo que nos hace caminar. Será el incesante aguijón vital el que hace fluir la vida?
Eduardo Galeano, nos regaló aquella esencial ventana a la utopía: “Ella está en el horizonte. Yo me acerco dos pasos y ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar.”
¿No es acaso la dignidad lo que nos hace ponernos de pie en el mar de las flaquezas? No es el conflicto, el viento en contra, la tempestad, o el fuego que arrasa nuestros campos o el agua que los inunda lo que nos vuelve invencibles?
¿No lo es acaso, impulsados por todo aquello que Mandeville pone en términos del Mal?
Como decía ese inmenso poeta nacido en Hernani, en el País Vasco, don Gabriel Celaya2:
“Poesía para el pobre, poesía necesaria /como el pan de cada día, /como el aire que exigimos trece veces por minuto, /para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan /decir que somos quien somos, nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno. /Estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo /cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.”